28 agosto 2006

El peso de los muertos


Víctor del Árbol. El peso de los muertos. Editorial Castalia (Albatros; 26)

Esta es una historia sobre la memoria y sobre el modo en que construimos el pasado según nos conviene.

Noviembre 1945:
Nahum Márquez va a morir en el patíbulo.

Noviembre 1975:
Lucía regresa a Barcelona desde el exilio con las cenizas de su padre y con los fantasmas que la esclavizan. Franco agoniza, y con él una España que encarna el comisario Ulises, dispuesto a una última batalla con su propia decrepitud, a manos de una España emergente, la de Gilda y sus amigos que nada le deben al pasado excepto, quizá, una pátina de romanticismo. El encuentro entre Lucía y el comisario, temido pero inevitable, enfrentará dos mundos, el de los vivos y el de los muertos que viven a lomos de estos.

Durante treinta años cada personaje que tuvo que ver en la muerte de Nahum Márquez ha inventado sus propios recuerdos de cómo fue aquella historia de amor y tormento. Es una ficción que les permite vivir más allá de lo que realmente ocurrió y que les pone a salvo del dolor y de su propia responsabilidad.

Pero Lucía está cansada de huir y de mentirse. Ya no puede con el peso de los muertos. Quiere la verdad, pero la verdad es como un espejo lanzado contra el suelo: rompe la realidad en mil pedazos. Y los demás no están dispuestos a permitirlo. No pueden hacerlo porque eso sería aceptar lo inaceptable: que durante treinta años han vivido una mentira sin darse cuenta de que el Mundo ha pasado de largo y los ha dejado en el andén.

Y si una muerte se cubre con otra muerte, el silencio se convierte en el mejor de los pasados.

Un jurado presidido por Vicente Ruiz, vicepresidido por Justo Reinares y constituido por Luis Mateo Díez, Soledad Puértolas, Manuel Longares, Federico Ibáñez Soler y Reyes Lluch que actuó como secretaria, otorgó a la presente obra el VIII Premio Tiflos de novela convocado por la Organización Nacional de Ciegos Españoles.

El autor
Soy el hijo mayor de una familia numerosa. Mis padres llegaron a Barcelona cuando todavía no era una ciudad olímpica ni posmoderna, sino la de Porcioles, los barrios de Bellvitge y La Mina y el Carrilet. Mi padre fue boxeador, legionario y mil cosas más. Mi madre es una mujer menuda, silenciosa y de una increíble inteligencia emotiva. Ella nos impuso ir cada día a la biblioteca del barrio, para poder trabajar por las tardes limpiando.

A los 14 años quise ser misionero, gracias a un sacerdote de barrio, el Pere Adell. Nunca volví a verle, pero recuerdo su voz y que tenía soriasis. Gracias a él ingresé en el seminario diocesano de Nuestra Señora de Montealegre, durante los que son, sin duda, los mejores años de mi vida: de compañeros, de estudios, de vivencias. Interno, lejos de casa, donde otros veían prisión yo encontré libertad.

Me enamoré de una chica, y a los dieciocho años le pregunté a Dios si podría aceptar a un sacerdote incapaz de respetar el celibato. Esa misma pregunta se la hice al rector del Seminario, Monseñor Prats, y la respuesta fue que no, así que abandoné mis estudios y me puse a buscar trabajo. Por aquel entonces mis padres habían vuelto a Almendralejo, en Extremadura.

Un día vi a un policía Nacional en la calle. Una madre estaba abofeteando salvajemente a su hijo pequeño. El policía se bajó del patrulla, detuvo a la madre y se sentó en la acera con el niño. Parece ridículo, pero eso me hizo pensar. Quise ser policía, o algo por el estilo. Encontré un anuncio de la Generalitat, buscaban gente con valores, buenos principios, fe democrática y en los derechos humanos para crear la base de una nueva policía...

Me gradué como Mosso d'Esquadra en el 92, el año mágico de Barcelona... ¿quién podía dejar de soñar con un futuro mejor? La Escuela, la escolta en el domicilio de Pujol, El Palau de la Generalitat, la Protección de Menores, mil destinos que han ido dejando un cierto poso de desengaño, pero ¿sabe? aún me acuerdo de ese policía nacional, y gracias a él sigo creyendo en mi trabajo al margen de ideologías o políticas que cambian cada cuatro años.